Con la mejor intención… Antón y las ardillas
Este cuento lo he adquirido de la página de Gorka Saitua (https://educacion-familiar.com/2018/12/01/anton-y-las-ardillas-acogidos-adoptados/), quien trabaja como educador en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. El me hace pensar cómo desde la mejor de las intenciones, a veces, las familias de acogida y/o adoptivas (en este contexto) y los familiares (en otros contextos) no acertamos en aquello que necesitan los niños y cómo la mejor de las intenciones, a veces, les hace sentirse muy diferentes y poco dignos de recibir nada.
La mejor de las intenciones crea frases como «con todo lo que hemos hecho por él…», «no entiendo que más quiere…», «es un desagradecido…», «no se que más espera de nosotros…» en los cuidadores, ante la frustración de no conseguir dar al niño lo que necesita. Y provoca en el niño la sensación de estar solo en el mundo, y de no merezco el amor y el cuidado de nadie.
«Aquel día sus padres no volvieron. Se arrastró por el suelo del bosque, los buscó, gritó que estaba allí, pero nadie respondió. Se acercaba la noche y le atería el frío.
Antón era un ratón listo, así que cavó una pequeña madriguera y se tapó con unas hojas. Recogido en ese hueco se sentía profundamente sólo y vulnerable.
—Mira, cariño, ¡aquí hay algo! —escuchó al amanecer.
—Sí, parece una topera —respondió una voz femenina.
La luz del día le cegó los ojos, cuando apartaron la cubierta.
—Anda tú, ¡si es un ratoncito bebé! —dijo con voz dulce la ardilla.
—Pobrecito —respondió el que parecía su marido—, está muerto de frío ¿qué te ha pasado bonito?
Antón se sintió a salvo. Fue a decir algo, pero un torrente de lágrimas le impidió articular palabra. Sentía a la vez una profunda tristeza y un gran alivio.
—Ven con nosotros. No te puedes quedar ahí sólo, te aplastarán las vacas, te comerán los zorros, o te cazarán las águilas —le consoló la ardilla hembra—-Tenemos una madriguera cálida y segura y, aunque es pequeñita, te podemos hacer un hueco para que te sientas a salvo.
Antón sintió un profundo agradecimiento hacia la pareja de ardillas. Aceptó su madriguera, sus cuidados y su comida. Se sentía a gusto con ellas.
«Tómate un caldito caliente», le decían si tenía frío.
«Siéntate con nosotros y cuéntanos qué te pasa», le invitaban si le veían triste.
«¿Quieres otra baya y otra bellota?», le ofrecían si tenía hambre.
Todos esos ofrecimientos y gestos los hacían con todo el cariño y la buena voluntad del mundo. Pero cada vez que Antón los escuchaba sentía una profunda desazón por dentro.
Él era un ratón. Y en el mundo de los ratones no era tan sensible ni hospitalario. Los padres de los ratones cuidaban de ellos sólo durante las primeras semanas, hasta que los dientes que les permitían roer se hacían suficientemente fuertes como para lanzarse a la aventura. La naturaleza de los ratones no era cuidarse, sino colarse por los agujeros, coger comida y salir corriendo a toda pastilla.
Así fue como Antón se iba sintiendo cada vez «más ratón» y «menos ardilla». Sentía que no era parte de esa familia y que, en cualquier momento, ellos iban a darse cuenta de estas diferencias y pedirle que haga su «vida de ratón», y abandone la casa. Sin duda era —pensaba— una carga para ellos.
Cuanto más recibía, más miedo le entraba ¿le expulsarían?
En su desesperación, hubo momentos en los que se esforzó mucho por convertirse en una ardilla. Llegó a pensar que, si ponía mucho esfuerzo y muchas ganas, podría trepar a los árboles como las criaturas que le cuidaban. Pero no tenía la fuerza, las garras, ni la cola necesaria para estabilizar su ascenso.
Así que lo intentó y cayó. Lo volvió a intentar y volvió a caer. Un día, llegó a subir un par de palmos por un abedul. Cuando estaba en ello sintió que podía. Que él era también uno de ellos. Que podía ser tan amable, bondadoso y cuidadoso como las ardillas. Sintió que llegaba al cielo, pero entonces volvió a caer y recordó, frustrado y avergonzado, que era ratón y como tal siempre viviría.
Tenía demasiadas magulladuras y fracasos a sus espaldas. No podía seguir por ese camino. Jamás sería una ardilla. Así que aceptó su condición de ratón y empezó a vivir guiado por sus instintos: correr, coger comida, y salir corriendo. Viviendo en agujeros escarbados en el suelo.
«Vaya vida que lleva, no puedo entender qué le pasa. Con todo lo que le hemos dado y el cariño que le tenemos», comentaban la pareja.
Antón el Ratón no escuchaba estas palabras, pero veía la tristeza en su mirada. A veces el enfado en sus caras. Y lo que es peor, el miedo, que les llevaba a tratarle como un desconocido, ajeno a la familia.
«Soy un ratón. Estoy solo en el mundo. No merezco el amor y el cuidado de nadie, ni siquiera de las ardillas», se decía.
No siempre la mejor de las intenciones de los adultos da a los niños aquello que les permite sentirse seguros y crecer aceptándose y generando un buen auto concepto y una buena autoestima.
Magda Cubel Alarcón
Psicóloga Clínica Valencia Benimaclet
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